El Tabernáculo tenía dos puertas: la puerta ancha era la entrada al atrio y la puerta estrecha era la que daba acceso al lugar santo. En el atrio había dos muebles el altar de bronce y la fuente de bronce. Solo había luz natural, por esta razón los sacrificios que se ofrecían debían ser matutinos o vespertinos; no se podía ministrar durante la noche. Todo el pueblo de Israel tenía acceso al atrio, pero no debía presentarse allí con las manos vacías, sino con una ofrenda de paz o un sacrificio por el pecado. Jesús dice que muchos entran por la puerta ancha (al atrio) pero poco son los que entran por la puerta estrecha (al lugar santo, reservado para los sacerdotes). El altar de bronce, estaba en la entrada al atrio, y era el símbolo de la expiación hecha por el pecado, así como la cruz es el símbolo de la expiación hecha por medio del sacrificio vicario de Cristo. La primera necesidad que tiene el pecador, es la de ser lavados con la sangre de Cristo. Sin ser lavado por la sangre de Cristo y perdonado el pecador no puede acercarse a Dios, no puede adorarlo, ni entrar en su presencia. El altar era un símbolo de la humanidad y fragilidad de Cristo. Era el lugar donde se ofrecían los sacrificios y se vertía la sangre, para hacer expiación. “Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreo 9:22). Jesucristo derramó su sangre y dio su vida por nuestros pecados. Después de derramar su sangre por nosotros, resucitó victorioso del sepulcro y proclamó su victoria sobre el pecado y la muerte. El conjunto de lo que sucedía en el altar nos revela lo que más tarde iba a suceder en la cruz porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23); la sangre derramada representaba la muerte del culpable o de una víctima inocente ofrecida en su lugar. Una víctima sin defecto era ofrecida en el altar en lugar del culpable, por esta razón “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos” (1 Pedro 3:18); “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). La rejilla de bronce del altar, era la que soportaba el fuego, así como Cristo, pasó a través del fuego y del juicio de Dios. Los sacrificios eran ofrecidos sobre el altar: holocausto, ofrendas, sacrificios por el pecado o por la culpa etc. Un hombre puede ser indiferente delante de Dios, pero llega un momento en que, en su gracia, Dios interviene por medio de su Espíritu para producir en él un sentimiento de culpabilidad. El israelita debía: “traer su ofrenda” una cabra o un cordero sin defecto. No bastaba saber cómo debía proceder para que el pecado fuese perdonado, sino que era preciso traer una ofrenda por el pecado. Debía buscar en su rebaño un animal sin defecto, atravesar el campamento hasta llegar a la puerta del atrio y llevarlo al altar. El israelita ponía su mano sobre la cabeza del sacrificio, colocando así sobre la víctima inocente y sin defecto, el pecado del cual él se había hecho culpable. El sacerdote tomaba la sangre de la víctima, la ponía sobre los cuernos del altar y vertía el resto al pie del altar; luego quemaba la grasa y hacía propiciación por el culpable. Cristo es esa víctima inocente y sin defecto ofrecida por nuestros pecados, él lo hizo todo para la purificación del pecador. Porque no solo es la víctima sino también nuestros gran Sumo Sacerdote, él entró con su sangre una sola vez y para siempre al Tabernáculo Celestial para hacer expiación por nuestros pecados. El israelita podía volver a su tienda con la seguridad de haber sido perdonado. “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreo 10:10). El costoso sacrificio de la vida de un animal dejaba en la mente del pecador la seriedad de su pecado delante de Dios. Debido a que Jesucristo derramó su propia sangre por nosotros, su sacrificio es superior a cualquiera otra ofrenda ofrecida en el Antiguo Testamento. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreo 10:14). La obra de Cristo nos da la seguridad de la Salvación “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). Si alguien no está seguro de su salvación, tome su Biblia y acepte lo que está escrito en ella. La fuente de bronce, estaba situada entre el altar de bronce y el lugar santo. Aarón y sus hijos debían lavarse cada vez que entraban al atrio para ofrecer un sacrificio. Al celebrar la ultima cena con sus discípulos, Jesús se levanta de la mesa y se pone a lavar los pies de sus discípulos. Pedro no quería que lo hiciese con él, pero Jesús le dice: “El que esta lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues todo está limpio”. Cuando un creyente ha pecado, la comunión con el Señor se interrumpe. Ya no hay gozo, ni interés por la Palabra y una nube de oscuridad cubre al creyente. Es necesario pues, volverse al Señor, y confesarle la falta. La fuente de bronce había sido hecha con los espejos de las mujeres que velaban a la puerta del Tabernáculo de Reunión (Éxodo 38:8). Los espejos son un símbolo de la Palabra de Dios, la Biblia pone en evidencia nuestras faltas, y las impurezas de nuestras vidas. “Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural” (Santiago 1:23). Las mujeres que se allegaban al Tabernáculo de Reunión, tenían un corazón dispuesto para Él. Como gozaban de su Presencia, les fue fácil donar gozosamente para el Señor lo que ante eran objetos de su vanidad. ¡Amén!
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julio 30, 2011
El Atrio del Tabernáculo
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muy buena reflexión.
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