Había tres oficios principales en el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento: El de profeta; el de sacerdote, y el de rey. Estos tres oficios eran distintos, sin embargo, cada uno de ellos era necesario. El profeta era el mensajero de Dios; el sacerdote ofrecía los sacrificios, ofrendas, oraciones y alabanzas a Dios en nombre del pueblo, el sacerdote era un mediador, representaba al pueblo delante de Dios y a Dios delante del pueblo; el rey gobernaba al pueblo como representante de Dios. Estos tres oficios anticipaban la obra de Cristo. El Señor cumplió estos tres oficios de las siguientes formas: Como profeta nos revela a Dios y nos da a conocer las palabras de Dios; como sacerdote ofrece a Dios, un sacrificio expiatorio por nuestro pecado. La diferencia consiste en que él mismo es el cordero inmolado; y como rey él gobierna sobre la iglesia y sobre todo el universo. Los profetas del Antiguo Testamento le daban a conocer (le comunicaban) al pueblo las palabras de Dios. Moisés fue el primero en ejercer el oficio de profeta (aunque Abraham lo hizo ante que él), y escribió los primeros cinco libros de la Biblia , el Pentateuco. “Ahora, pues, devuelve la mujer a su marido; porque es profeta, y orará por ti, y vivirás. Y si no la devolvieres, sabe que de cierto morirás tú, y todos los tuyos” (Génesis 20:7). Después de Moisés hubo una sucesión de profetas que hablaron y escribieron las palabras de Dios. Pero Moisés predijo que en el futuro vendría un profeta como él. “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis” (Deuteronomio 18:15). Jesús es el profeta que Moisés predijo. “Aquellos hombres entonces, viendo la señal que Jesús había hecho, dijeron: Este verdaderamente es el profeta que había de venir al mundo” (Juan 6:14). Pedro también identificó a Cristo como el profeta que Moisés predijo. “Porque Moisés dijo a los padres: El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo. Y todos los profetas desde Samuel en adelante, cuantos han hablado, también han anunciado estos días” (Hechos 3:22-24). En el Antiguo Testamento, los sacerdotes eran nombrados por Dios para ofrecer sacrificios. “Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Jesús se ofreció a sí mismo a Dios en sacrificio por el pecado. “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:24-26). Jesús cumplió todas las expectativas, trapazó los cielos y se sentó a la diestra de la majestad de Dios. El es sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec y no solo esos, sino que él ahora vive para interceder a nuestro favor. Podemos acercarnos a Dios cada día por medio de Cristo. Es un pensamiento consolador saber que Cristo está orando por nosotros, incluso cuando nosotros mismo seamos negligentes en nuestra vida de oración. En el Antiguo Testamento el rey tenía la autoridad de gobernar sobre la nación de Israel. Jesús nació para ser el rey de los judíos y no solo de los judíos, sino de todo el universo. Su dominio se extiende: “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero”. La autoridad de Jesús será reconocida por todos en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra. “Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Apocalipsis 19:16). En su venida toda rodilla se doblará: “…Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). Reconozcamos a Jesús como se le reconoce en el cielo y démosle la gloria debida a su nombre; si no nos rendimos ante él voluntariamente, un día lo tendremos que hacer involuntariamente. “Y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?” Como creyente y como Iglesia, honremos a nuestro Señor y Salvador Jesucristo. ¡Amén!
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