“Porque mientras estábamos en la
carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros
miembros llevando fruto para muerte”. En el estado anterior a nuestra conversión
las pasiones pecaminosas, que tenían su origen en la carne, nos conducían a la
muerte. Como cristianos experimentamos conflictos similares con los pecados de
la carne, pero estos no deben prevalecer. La diferencia proviene de la
presencia del Espíritu, que somete las pasiones al dominio del reino de Cristo
que mora en nosotros. La mentalidad del incrédulo se centra en la
autocomplacencia. Su fuente de poder es su autodeterminación. Para el cristiano
Dios es el centro de la vida. El suple el poder que necesita el cristiano para
el diario vivir. La autodeterminación (luchar con nuestras fuerzas) no nos dará
resultado. Nunca debemos subestimar el poder del pecado. Nunca debemos intentar
luchar con nuestras fuerzas. En lugar de enfrentar el pecado con el poder
humano, debemos apropiarnos del poder enorme de Cristo que está a nuestra
disposición. Esta es la provisión de Dios para que podamos vencer el pecado. El
ha enviado al Espíritu Santo para que
viva en nosotros y para que nos de poder.
En nosotros hay una especie de fuerza
oscura, dormida, pero siempre dispuesta a salir, es una fuerza que nunca ha
sido completamente domada. Como siervos de Cristo vamos por el mundo,
predicándoles a los hombres una libertad y una esperanza que su necedad les
impide comprender, una libertad que les da miedo recibir. El hombre quiere el
silencio para no oír hablar a Dios ni oír hablar de él, para que no se le
moleste con el mensaje del Evangelio. Al rebelarse contra Dios, los hombres son
capaces de caer en los vicios más terribles, y son capaces de cometer las
peores atrocidades. Para Dios liberar al hombre de sus locuras le ofrece la
cruz de Cristo. Dios quiere desarmarnos, literalmente, quitarnos las armas
carnales. No utilicemos la rebeldía para defendernos ante Dios, dejemos este
tipo de cosas, dejemos de defendernos y comencemos
a rendirnos ante Dios; entreguémonos a él por completo por medio de la fe. Esta
aparente derrota es el único acto de sabiduría que hemos realizados. El hombre
rebelde destruye y se destruye así mismo con su violencia. Todos los que han
vencido la rebeldía, es porque se han negado a defenderse y se han entregado a
Dios.
No tenemos que comprendedlo todos, pero
si hay algo que necesitamos comprender, los comprenderemos mirando a Cristo. Si
nos sentimos tentados a rebelarnos, necesitamos contemplar la ley de Dios desde
una perspectiva amplia, a la luz de Su gracia y de Su misericordia. Si nos
concentramos en Su gran amor por cada uno de nosotros, entonces comprenderemos
Sus propósitos. Sin la ayuda de Cristo, el pecado es más fuerte que nosotros y
algunas veces somos incapaces de defendernos de sus ataques. Por eso nunca
deberíamos enfrentarnos al pecado solo. Jesucristo, quien venció el pecado de
una vez y para siempre, ha prometido pelear a nuestro lado. Si buscamos su
ayuda, no caeremos. “El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo
peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las
obras del diablo” (1 Juan 3:8). Todos tenemos aspectos en que la tentación es
fuerte y tenemos hábitos difíciles de vencer. Esas debilidades dan a Satanás
una base; por lo tanto, debemos contender con nuestros aspectos vulnerables. La
capacidad de Cristo para vencer la tentación y permanecer puro le ha hecho
nuestro modelo a seguir.
La seguridad de nuestra posición ante
Dios le da poder a la oración. Nuestras oraciones no reciben respuesta como una
recompensa por la obediencia, sino que cuando guardamos sus mandamientos damos
evidencia de que estamos en armonía con la voluntad de Dios. La presencia
interna del Espíritu Santo se manifiesta externamente en nuestra vida y nuestra
conducta, poniendo en evidencia nuestra relación con Dios. El Espíritu Santo
nos da una mente nueva y un corazón nuevo, vive en nosotros y nos ayuda a ser semejante
a Cristo. Todas nuestras perspectivas cambian porque tenemos la mente de
Cristo. Si vivimos para Dios, el mundo nos aborrecerá porque con nuestro
testimonio ponemos en evidencia su estilo de vida inmoral.
El cristianismo es una religión del
corazón; no basta la obediencia exterior. ¿Cómo escapamos de la constante
acusación de nuestra conciencia? No será al pasar por alto ni al justificar
nuestra conducta, sino al poner nuestro corazón en el amor de Dios. Cuando nos
sintamos culpables, debemos acordarnos de que Dios conoce nuestro corazón tan
bien como nuestra conducta. Su voz de aprobación es más fuerte que la voz que
acusa nuestra conciencia. Si estamos en Cristo, El no nos condenará. Entramos
en una vida de dependencia de Él y de deber para con Él. Sin Cristo no es
posible vencer el poder de la carne ni de los principios corruptos. No pueden
enderezar el nuestro, ni derrotar las lujurias. Sin Cristo no podremos
alimentar con la verdad nuestro ser interior ni habrá sinceridad en nuestros
corazones, ni nada de todo los que recibimos por el poder santificador del
Espíritu Santo. No vivimos para servir como antes, obedeciendo a la ley divina
de una manera literal, como si fuese un sistema de reglas externas de conducta,
y sin ninguna referencia a nuestra condición del corazón; sino que ahora
servimos de una manera nueva, en obediencia espiritual, mediante la unión que
tenemos con el Salvador resucitado. ¡Amén!
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