“Te amo, oh
Jehová, fortaleza mía. Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi
alto refugio”. Cuando uno está angustiado, no hay nada mejor que clamar a Dios.
Detrás de todas nuestras circunstancias está la obra sobrenatural de Dios. David
se refugió en la cueva de Adulam para escapar de Saúl y en las rocas en las que
solían refugiarse las cabras salvajes. Pero en una retrospección vio que había
sido el Señor su fortaleza, su roca y su refugio; había sido Dios detrás del
oscuro velo de las circunstancias quien había estado a su favor. Existía una
conexión entre su necesidad desesperante y el poder libertador del Señor, quien
convirtió su oscuridad en luz.
No debemos,
dar por sentado que el Señor nos bendecirá, sino caminar activamente por la
senda de justicia y procurar recibir el poder de Dios y Su bendición. El Dios
cuyo camino es perfecto es el que hace perfecto nuestro camino. El Señor siempre
nos dará poder en medio de las luchas. El poder ilimitado de Dios se manifiesta
siempre a favor de sus hijos. Nuestra fortaleza natural y biológica, es la
fuerza bruta, el vigor físico, y la salud corporal. Es la vitalidad y el ethos
biofísico de nuestro ser. El vigor moral no es el vigor físico. A veces uno
depende de su propia fuerza, del dinero, o de otras personas, pero no hay otro como
Dios. Sólo él nos da destreza y todo lo que hace falta, sólo él hace posible que
podamos mantenernos en las alturas, y sólo él nos enseña cómo actuar en medio
de la batalla.
Aristóteles,
en el libro primero de su Retórica, dice: que "los justos y los fuertes
son los más queridos, porque resultan ser los más útiles en la guerra y en la
paz". Por esa razón se entiende que hay una fortaleza mucho más profunda
que la biológica, esta tiene que ver con lo anímico [fortaleza del alma]; de
ahí que ánimo y fortaleza resulten ser sinónimos en la expresión coloquial que
utilizamos cuando decimos: “fortaleza de ánimo”. La fortaleza es, entonces:
magnanimidad, confianza, seguridad, magnificencia, constancia, tolerancia y
firmeza. Tomás de Aquino, cita siete virtudes anexas a la fortaleza, a saber:
eupsiquía (hábito que nos capacita para emprender lo que nos conviene y
soportar lo que dicta la razón), magnanimidad, virilidad, perseverancia,
magnificencia y androgacia (bondad viril, valentía).
La fortaleza nos
da la capacidad para resistir en medio del peligro y soportar el duro trabajo,
así como para soportar los sufrimientos, las congojas, y las penalidades. Vergonzoso
es que tu alma desfallezca cuando tu cuerpo no lo hace. Moisés dice: “Jehová es
mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo
alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré” (Éxodo 15:2). No se exaltaba Moisés
ni el pueblo a sí mismo por la victoria, sino que alababan al Señor, a Jehová
Dios. Los alababan con júbilo, y con las frases mi fortaleza, mi canción, y mi
salvación. Lo hacían con reverencia y gratitud y para ello empleaban tres
verbos distintos para expresar su gozo: cantaré, alabaré y ensalzaré. En la
alabanza, Jehová era el objeto de la
adoración y del honor; Moisés y el pueblo querían honrarlo con su devoción. El
cántico incluye los dos aspectos: la liberación física y la salvación
espiritual.
“De la boca de
los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, Para hacer callar al enemigo y al vengativo”
(Salmos 8:2). Jesús tomó el primer verso de este
salmo para justificar que los niños se acercaran a él como el Mesías (Mateo 21:16).
La Septuaginta, o Biblia griega, de la cual se toman las palabras de Jesús,
considera el término “alabanza” como la mejor traducción de la palabra hebrea
vertida aquí como fortaleza. El Dios trascendente con el poder absoluto en su
mano, escoge usar la boca de los pequeños y de los que todavía maman para
derrotar por medio de la alabaza a sus enemigos. “Mas tú, Jehová, no te alejes;
fortaleza mía, apresúrate a socorrerme” (Salmos 22:19). El valor emprendedor de
la fortaleza sólo se demuestra en la perseverancia y en la cotidiana
permanencia. Algunos se lanzan rápidamente a los peligros, pero cuando están en
ellos se retiran. Hay quien lucha un día y es bueno, pero quienes luchan durante
toda la vida son los insustituibles.
La fortaleza,
como virtud, consiste en el sentido moral de la entereza o de la firmeza del
ánimo, así como del autodominio del alma. Mantenerse
firmemente en la verdad, y atreverse a manifestarla choca contra todo y contra
todos en un mundo pervertido y corrompido por el pecado. Mantenerse erguido en
ese contexto constituye una carga demasiado pesada, precisa de mucho valor, de
mucho ánimo. Por ello, la fortaleza se acrecienta en la perseverancia. La
magnanimidad cristiana se identifica con la humildad (consistente en estimar lo
que es verdaderamente grande y en menospreciar lo que es vil). Esa dimensión de
la virtud y de la fortaleza que resalta sobre todo cuando la comparamos con sus
contrarios: el desánimo, el no tener gusto por nada, el cansancio, el
abatimiento, la pusilanimidad, la debilidad, la timidez, la poquedad; quien se
encuentra desanimado, ni emprende nada, ni afronta nada, ni resiste nada. “…Bástate
mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena
gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder
de Cristo” (1 Corintios 12:9). ¡Amén!
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