“He aquí, Dios es grande, y nosotros no le conocemos, ni se puede seguir
la huella de sus años”. La munificencia de Dios, en virtud de la cual nos
provee todas las cosas necesarias para el cuerpo y el alma, para el tiempo y la
eternidad, es incomparable, sin igual. Dios ha hablado al hombre, y la Biblia
es su palabra, la que nos ha sido dada para abrir nuestros entendimientos a la
salvación: “Tú encargaste que sean muy guardados tus mandamientos” (Salmos
119:4). Los preceptos de Dios no son opcionales, sino imperativos, es decir, mandamientos,
y no tienen ni deben ser guardados de cualquier manera, sino diligentemente y
con fidelidad. Dios nos ha llamados a seguir la ruta que Él nos ha marcado en
las Escrituras. La forma más segura de abstenerse del mal es ocuparse
completamente en hacer el bien. Reconocemos que tanto el deseo como el poder
para ser constante en la obediencia a las Escrituras y en la oración tienen que
venir de Dios. Mientras guardemos todos los estatutos del Señor, seremos
guardados y librados de la vergüenza que tortura nuestras mentes, y que nos
hace sentir incómodos.
Dios es Señor y Rey sobre su mundo; gobierna por sobre todas las cosas
para su propia gloria, demostrando sus perfecciones en todo lo que hace, a fin
de que tanto hombres como ángeles le rindan adoración y alabanza: “Te mando
delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que dio
testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato, que guardes el
mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor
Jesucristo, la cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey
de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en
luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual
sea la honra y el imperio sempiterno”… (1 Timoteo 6:13-16).
Habiendo establecido la relación de Dios con el universo y
particularmente con todos los gobernantes de la tierra, Pablo se concentra en
la esencia divina, en el majestuoso ser de Dios. El solo posee inmortalidad. Dios
es la fuente inagotable de la vida. La inmortalidad a la que se refiere el
apóstol, significa plenitud de vida, es decir, vida imperecedera. Los únicos
seres humanos que compartirán esta vida son los creyentes, aunque también los
incrédulos tienen una existencia sin fin. Ellos no participaran de la
bienaventuranza ni del gozo inalienable de ser partícipe de la naturaleza
divina. Es por medio del evangelio que se sacó a la luz la inmortalidad o
cualidad de imperecedero. Por lo tanto, para el creyente la inmortalidad es un
concepto redentor. Los creyentes hemos recibidos la inmortalidad, como uno
recibe un trago de agua de la fuente, pero Dios no, él la tiene. Pertenece a su
propio ser. Él mismo es la fuente. Verdaderamente Dios es digno de toda honra:
reverencia, estima, y adoración.
Dios es Salvador, activo en su amor soberano mediante el Señor
Jesucristo con el propósito de rescatar a los creyentes de la culpa y el poder
del pecado, para adoptarlos como hijos, y bendecirlos como tales: “Bendito sea
el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición
espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes
de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él,
en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de
Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de
su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:3-6). Resulta
perfectamente razonable que, en consideración al Amado, el Padre nos conceda
con agrado todo lo que es necesario para la salvación. “El que ni aun a su
propio Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros”.
Dios es trino y uno; en la Deidad hay tres personas, Padre, Hijo, y
Espíritu Santo; y en la obra de salvación las tres personas actúan unidas, el
Padre proyectando la salvación, el Hijo realizándola, y el Espíritu
aplicándola: “Acercaos a mí, oíd esto: desde el principio no hablé en secreto;
desde que eso se hizo, allí estaba yo; y ahora me envió Jehová el Señor, y su
Espíritu” (Isaías 48:16). El trabajo redentor de las tres personas de la
divinidad es digno de admiración y alabanza.
La santidad consiste en responder a la revelación de Dios con confianza
y obediencia, fe y adoración, oración y alabanza; sujeción y servicio. La vida
debe verse y vivirse a la luz de la Palabra de Dios. Esto, y nada menos que
esto, constituye la verdadera religión: El gozo espiritual siempre va unido a
la santidad de vida, y a la obediencia a la voluntad de Dios. La rebeldía hará
más dolorosa la miseria de los desobedientes al pensar cuán felices podrían
haber sido. Dios cuidará a sus hijos, para que no les falte nada durante su
viaje por el mundo. Los hombres impíos perecen en las tinieblas. Pero Cristo
ilumina a los piadosos y los hace santos y felices.
Necesitamos preguntamos: ¿Cuál es mi meta Última, mi propósito, al
dedicarme a pensar en estas cosas? ¿Qué es lo que pienso hacer con mi
conocimiento acerca de Dios, una vez que lo haya adquirido? “Si adquirir conocimientos teológicos es un fin en sí mismo, si estudiar
la Biblia no representa un motivo más elevado que el deseo de saber todas las
respuestas, entonces nos veremos encaminados directamente a un estado de
engreimiento y autoengaño”. ¡Amén!
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