“El que quiera
hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo
por mi propia cuenta”. Quienes quieran hacer una evaluación de las enseñanzas
de Cristo deben tener la disposición mental y
emocional adecuada. Si no hay un verdadero deseo de obedecer la voluntad de
Dios según se manifiesta en su Palabra, no lograremos obtener un verdadero conocimiento
ni intelectual ni experimental ni espiritual. Jesús establece una verdad
absoluta cuando dice que sólo los que hacen la voluntad de Dios pueden
comprender su enseñanza. La ecuación lógica es: conocimiento > amor > obediencia.
No sólo el conocimiento, aplicado por el Espíritu Santo, conduce al amor; el
amor, a su vez, es el prerequisito indispensable de un conocimiento totalmente
desarrollado. Cuando hablamos de conocimiento, amor y obediencia, no pensamos
en tres experiencias separadas, sino en una sola experiencia en la que los tres
elementos están unidos. Esta experiencia es de carácter personal. Ya no se
puede hablar de la primacía o superioridad de la inteligencia o de la primacía
de las emociones o de la voluntad, sino de la primacía y superioridad de la
gracia de Dios que influye en toda la personalidad y la transforma para la
gloria de Dios.
El pacto de redención
reposa en la naturaleza de Dios; la ley expresa la relación del pacto, y el
culto y la devoción piadosa crecen juntas a partir de la relación del pacto que
se define en la ley. Sin embargo, la devoción piadosa no existe por sí sola,
sino que se expresa en la vida moral de la congregación. La devoción a Dios y la ética van juntas, del
mismo modo que lo hacen la fe y las obras en la epístola de Santiago. Esto es importante porque toda la
vida del hombre que ha entrado en los vínculos del pacto se relaciona con
Jehová y sus propósitos a partir de este entendimiento. La ética bíblica es una
expresión del carácter y de la gloria de Dios. Este fundamento teológico, que
vemos también en la ley en general, es mucho más que una simple verdad; también
tiene un enfoque escatológico. Los profetas esperaban con gozo la llegada del
día en que la gloria de Jehová cubriera la tierra como las aguas cubren los
mares. “No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será
llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9).
Sin embargo, el creyente se anticipa a ese día en la adoración, porque en la
adoración se pone de manifiesto –se destaca la belleza y la gloria de Dios. Fuera
del templo hay quienes no aprecian la gloria de Dios. Por consiguiente, los
profetas esperaban que llegara el día en el que la gloria de Jehová se revelara
de tal modo que toda carne la viera. “Y se manifestará la gloria de Jehová, y
toda carne juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado” (Isaías 40:5).
Entonces permanecerían visibles por todas partes los elementos que se asocian
en la actualidad con la adoración. Ese
día se distinguiría por su belleza (Isaías 33:17; Salmo 48:2), gran gozo (Isaías
9:2, 3) y alabanza (Isaías 12:1, 4). Nadie
tendrá que dirigirnos en la adoración, animándonos a conocer y alabar a Jehová,
porque todos conoceremos a Dios, desde el mayor hasta el más pequeño (Jeremías
31:34).
Caminar
rectamente ante el Señor es una expresión común para describir la vida moral.
Se hace tanto énfasis en vivir rectamente en el Antiguo Testamento que en la
época intertestamentaria, el judaísmo consideró que el deber del hombre
consistía en guardar la ley. La ortodoxia llegó a ser una práctica recta “o” ortopraxis.
Si un judío guardaba la ley, se le consideraba justo. El Señor habló en contra
del énfasis excesivo sobre la ortopraxis de los escribas y fariseos. De todos
modos, la importancia de hacer lo justo es constante en todo el Antiguo
Testamento. La ortopraxis tiene que ser siempre la expresión de una confianza
sincera en Jehová. El politeísmo y la religión establecen muchas normas,
mientras que el monoteísmo establece una sola norma. Esta norma se encuentra en
el decálogo. El Nuevo Testamento explica que si uno es culpable de una parte,
es transgresor de toda la ley. El Antiguo Testamento encierra las exigencias de
Dios. Es por esto que Moisés le dijo a Israel que cumpliera "todas las
palabras de la ley”. (Deuteronomio 32:46, 47). Las personas del Antiguo
Testamento se relacionan con Dios debido a su gran misericordia (hesed). Se les
distingue como a seres sobre los que se manifiesta la misericordia de Dios. Al
mismo tiempo, quedan unidos unos a otros por esa misma misericordia. Como
objetos de la bondad de Jehová, debían ser bondadosos. Así, podrían reflejar el carácter de Dios en
virtud de su propia creación. Esto quiere decir que tus relaciones con quienes te
rodean pueden ser mucho más que justas o buenas; deben ser creativas y restauradoras,
tal y como son las obras de Dios para con nosotros.
En este
contexto podemos entender el mandato de Dios de ser santos porque El es santo
(Levítico 11:44). Este mandato se abrevia con frecuencia con la frase "Yo soy Jehová". Esta frase afirma
no sólo el derecho de Dios a dar órdenes, sino también la capacidad que tenemos
para recibir esas órdenes y obedecerlas. Por supuesto, los hombres y las
mujeres no pueden ser santos en el mismo sentido en que lo es Dios; pero pueden
serlo. El pecado ha cambiado la situación humana de un modo fundamental. Por
consiguiente, las instrucciones que les da Dios a los seres humanos no son sólo
para guardar a las personas, sino para su restauración. El obedecer a la ley sugiere una comunión de
voluntades. Obedecemos voluntariamente a la ley porque es una expresión de la buena
voluntad de Dios. En el Antiguo Testamento encontramos el reconocimiento de las
limitaciones que se encuentran inherentes en la obediencia. La meta real de la ética es un desplazamiento
más allá de la comunión de voluntades a la de naturalezas, o sea, una
restauración de la comunión que existía entre Adán y Dios. Lo que se inicia con
la obediencia. Por instrucción externa, Dios desea conducir a su pueblo al
lugar en que la renovación y la limpieza resultan. Este proceso lo registra
Pablo para todos nosotros en Romanos 7 y 8. La ley nos conduce al punto en el
que podemos recibir la renovación en Jesucristo. Esto nos libera del cuerpo de
pecado y por medio del Espíritu se establece una profunda relación con Dios. ¡Amén!
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