“¡Ay de los
que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y
de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” Dios
será vindicado por Su justo juicio sobre los mentirosos descarados y los que
desafían a Dios, atados por el pecado; arrastrando tras sí culpa y castigo.
Retan a Dios a que apresure el castigo que ha pronunciado sobre ellos. Sus
juicios caerán sobre aquellos que borran las distinciones morales, negando la diferencia
entre lo bueno y lo malo. También Dios castigara a los hombres engreídos a los
que no se les puede decir nada. Estos hombres impíos que no tienen ninguna clase
de respeto por la Palabra de Dios serán devorados como se consume la paja en un
incendio. Hay muchos que son osados en el pecado; andan tras sus propias
lujurias; y de burla llaman a Dios el Santo de Israel. Confunden y descartan
las distinciones entre el bien y el mal. Prefieren sus propios razonamientos a
las revelaciones divinas; sus propios inventos a los consejos y a los mandamientos
de Dios. Pero vienen días en los cuales Dios será vindicado, será reconocido y
declarado como el Dios todopoderoso y como el Santo de Israel. Porque pronto ocurrirá
el justo castigo de los soberbios y lloraran como mujer que esta para dar a luz
y no habrá quien le consuele.
¿Qué es la
indiferencia? Es un estado de ánimo indeterminado; una actitud vacilante. Es
una falta de compromiso y responsabilidad que abarca todas las esferas de la
vida: Familiar, laboral, estudiantil, moral y la dinámica de una iglesia. La
falta de sumisión es un ejemplo claro de indiferencia. La indiferencia es la "cultura
del pasotismo, y la rebeldía silenciosa". Este virus ha invadido nuestra
sociedad. Los sistemas del mundo contienen una dosis de indiferencia y apatía
que debemos combatir. El creyente y la iglesia han sido influenciados por este
sistema abominable de indiferencia. Esta actitud lleva al creyente a hacer
concesiones al mundo y minusvalorar su sistema de valores; la indiferencia nos
roba las convicciones firmes de la palabra de Dios y nos conduce a una
debilidad del alma y del espíritu que desemboca en un cristianismo tibio,
incoloro, fluctuante y falto de poder y autoridad. Debemos localizar, aborrecer
y combatir a este enemigo para poder derrotarlo y mantenerlo a raya. Si hemos
escapado de la contaminación de este mundo por el conocimiento del Señor; no
nos enredemos otra vez en ella, porque si lo hacemos… seremos vencidos, y el
postrer estado vendrá a ser peor que el primero" (2 Pedro 2:20).
Si la
indiferencia es rebeldía silenciosa, combatámosla "…purificando nuestras
almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, por el amor
fraternal no fingido…" (1 Pedro 1:22). Si la indiferencia es una actitud
sin determinación y vacilante, luchemos contra ella "para que ya no seamos
niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina…"
(Efesios, 4:14). Hagámosle frente con determinación y firmeza, como lo hizo
Jesús "Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido en el
cielo, afirmó su rostro (con determinación) para ir a Jerusalén" (Lucas,
9:51). Separemos lo precioso de lo vil. "Por tanto, así dijo Jehová: Si
te convirtieres, yo te restauraré, y delante de mí estarás; y si entresacares lo
precioso de lo vil, serás como mi boca…" (Jeremías, 15:19-21). Si la
indiferencia es una falta de compromiso y responsabilidad; mantengámonos fieles
al Pacto de sangre, sellado por Jesús, y actuemos en consecuencia. (Hebreos,
10:27-29). Si la indiferencia nos lleva a hacer concesiones con el mundo y a ceder
a sus influencias; entonces no nos conformemos a este siglo. Si la indiferencia
nos roba las convicciones firmes de la palabra de Dios; no seda al mundo y
afirma tus valores sin moverte de la palabra de verdad.
Hemos sido
trasladados del sistema de este mundo, al Reino de Jesucristo (Colosenses 1:13);
por tanto, la actitud normal del hombre nacido de nuevo es contraria a la
indiferencia. El hombre nuevo no puede ser indiferente ante la disolución de su
generación; y si ha sido atrapado en ello, hay que actuar con sinceridad y
valor. La pasividad es una paralización del esfuerzo y el interés. Es no
cooperar. Es un espíritu de sueño que adormece el alma. Es la anestesia del mundo
que le roba la energía al ser humano. La pasividad se produce por una falta de
sentido y propósito en la vida. Por no conocer el plan de Dios y Su voluntad
para con nosotros. Por ignorar el valor de la vida y por un ambiente cargado de
religiosidad, dominado por un espíritu de muerte. La pasividad actúa dejando de
hacer lo importante y trascendente, para centrarse en lo superficial, lo ajeno
e innecesario. Hablar y hablar de los problemas de otras personas sin haber
solucionado los nuestros. Tenemos que encontrar las áreas donde se ha
infiltrado este virus. Para ello necesitamos sinceridad y valentía para
enfrentarnos a nosotros mismos y necesitamos acercarnos Dios y a Su palabra. Tenemos
que llegar al pleno convencimiento de que la pasividad es mala, un enemigo
destructivo que hay que combatir y resistir. Dios nos ha dado un don precioso
para derrotar a este enemigo, el don del Espíritu Santo. ¡Amén!
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