(Romanos 7:15)
“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo
que aborrezco, eso hago”. Este texto describe la lucha que libra el creyente
que no se ha identificado plenamente con Cristo. El hombre que intenta alcanzar
y vivir en santidad a través de su propio esfuerzo, pronto descubrirá que esa es
una batalla perdida, y no debe de sorprendernos, porque la naturaleza humana
caída y arruinada por el pecado, no tiene el poder para conquistar el pecado y
vivir en santidad. La vieja naturaleza en su estado de corrupción, no es capaz
de vencer el poder del pecado. En su miseria, el creyente reconoce que es
incapaz de liberarse por sí mismo de esta ofensiva y repugnante esclavitud y
que necesita ayuda de una fuente externa. “Gracias doy a Dios, por Jesucristo
Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con
la carne a la ley del pecado”. Con su mente renovada, es decir, con su nueva
naturaleza, el creyente sirve a la ley de Dios, mas en la carne o vieja
naturaleza sirve a la ley del pecado. Es el Espíritu Santo quien nos libertad del
pecado y de la muerte cuando aplica los beneficios de la obra redentora de Cristo;
él nos da la fuerza para servir a Dios; el Espíritu nos da la victoria sobre el
pecado y sobre el temor a la muerte; nos guía en el servicio de adoración que
realizamos para Dios. El es quien da testimonio a nuestro espíritu de nuestra filiación
como hijo de Dios; y quien nos ayuda en la oración e intersección.
La concupiscencia es la tendencia propia y característica de nuestra
sensualidad. Es nuestra concupiscencia la que provoca en nosotros una sed
insaciable de placer. El horror al sufrimiento no es más que una consecuencia
lógica y el aspecto negativo de esta sed. Huimos del dolor porque amamos más el placer de
este mundo que los padecimientos de Cristo. Esta tendencia al placer es lo que
se conoce con el nombre de concupiscencia. Este deseo de placer reside
propiamente en los apetitos sensitivos; pero participa también de ella el alma,
por su íntima unión con el cuerpo. A raíz de la caída del hombre, se rompió el
equilibrio entre nuestras facultades. Ante de la caída de Adán y Eva, el placer
y nuestros apetitos inferiores estaban sujetos plenamente a la razón; debido a
la caída y ruptura de nuestro equilibrio,
la concupiscencia y apetitos carnales se oponen a las exigencias de la razón y
nos empujan hacia el pecado. “Porque no hago el bien que quiero [lo que quiere
el espíritu y la razón], sino el mal que no quiero [lo que quiere la concupiscencia
y el placer], eso hago”.
Es un combate entre la carne y el espíritu, una lucha encarnizada e incesante por eso debemos
someter nuestros instintos corporales al control y gobierno del espíritu y de
la razón iluminada por el Espíritu Santo.
En su sentido etimológico, la concupiscencia es el deseo que produce
satisfacción, "El deseo desmedido" no en el sentido del bien moral,
sino el deseo que produce una satisfacción carnal. El apetito sensual,
concupiscente, es la gratificación de los sentidos. El vocablo “concupiscencia”
tiene dos acepciones que son, por un lado la tendencia a pecar y por el otro los
"impulsos" que están ligados a la naturaleza caída. Son estos
impulsos que deben ser regidos por el espíritu, la prudencia y la razón humana, iluminada por Espíritu Santo.
La dificultad que tenemos los creyentes está en señalar cuál es el
límite que separa el placer honesto y ordenado por Dios, del placer desordenado
y prohibido. Hay muchos para quienes los placeres lícitos sirven con frecuencia
de aliciente e incentivo para hacer cosas desordenadas e ilícitas. El placer de
la comida les cautiva; en lugar de comer para vivir viven para comer. Los
placeres de la mesa le preparan el camino a los placeres de la carne; la glotonería
es la antesala de la lujuria. La sensualidad encuentra el terreno abonado por la ociosidad.
“Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que
David envió a Joab, y con él a sus siervos y a todo Israel, y destruyeron a los
amonitas, y sitiaron a Rabá; pero David se quedó en Jerusalén. Y sucedió un
día, al caer la tarde, que se levantó David de su lecho y se paseaba sobre el
terrado de la casa real; y vio desde el terrado a una mujer que se estaba
bañando, la cual era muy hermosa. Envió David a preguntar por aquella mujer, y
le dijeron: Aquella es Betsabé hija de Eliam, mujer de Urías heteo. Y envió
David mensajeros, y la tomó; y vino a él, y él durmió con ella. Luego ella se
purificó de su inmundicia, y se volvió a su casa” 2 Samuel 11:1-4). David mandó
por la mujer de Urías y cometió adulterio con ella. Luego trató de esconder su
pecado. David instruyó a Urías a regresar a su casa, esperando que tuviera
relaciones con Betsabé. Entonces, al nacer el niño, Urías pensaría que era
suyo. Sin embargo, Urías estropeó los planes de David. En vez de regresar a su casa,
Urías durmió a la puerta de la casa del rey; sintió que no era apropiado que él
gozara de la comodidad de su casa mientras su nación estaba en guerra. La
ociosidad es sinónimo de la vagancia, pereza, inactividad, holgazanería, y
desidia. La voluntad más enérgica está expuesta a sucumbir con facilidad
sometida imprudentemente a la dura prueba de una ocasión sugestiva. Lo mejor es
huir de la tentación como lo hizo José cuando la mujer de su amo trato de
seducirlo. ¡Apártate de todos los que traten de seducir a pecar contra Dios!
Nuestra santidad depende de
nuestra unión con Cristo. Si nos separamos de él no lograremos alcanzar nuestro
objetivo. “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar
fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí,
y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer
(Juan 4:4-5). ¡Amén!
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