octubre 20, 2011

Testigos fieles

Los evangelios contienen un testimonio fiel y abundante de la resurrección de Cristo. Además de estas narraciones detalladas en los cuatro evangelios, el libro de los Hechos es la historia de la proclamación de la resurrección de Jesús por parte de los apóstoles; sus oraciones continuas y su confianza en él, son pruebas evidentes de que él está vivo, sentado a la diestra del Padre. “Puesto que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo, de qué manera éste haya sido sanado, sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano” (Hechos 4:9-10). Después de haber pasado la noche en prisión, Pedro y Juan fueron llevados delante de los líderes judíos. La pregunta que le hicieron podría ser parafraseada: “¿Quién les dio a ustedes autoridad para hacer esto?”, lo que en el fondo significaba: “¿Quiénes se creen ustedes que son?”. Pedro afirmó que hay una autoridad superior a la del sumo sacerdote: “no hay otro nombre, debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”. Pedro volvió (retrocedió) al pasado reciente, a los hechos de la vida de Jesús, a su muerte y resurrección. La valentía de Pedro y de Juan en estas circunstancias es asombrosa. El Sanedrín le ordenó que no hablaran ni enseñaran en el nombre de Jesús pero ellos les respondieron valientemente: “Juzgad vosotros si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios”. Lo que Dios había hecho, al entregar a Jesús al pueblo y a los líderes judíos, no debía verse solo desde las perspectivas de la crucifixión, sino también de la resurrección, ascensión y entronización de Cristo. Algunos de los que ocupaban posiciones de autoridad en el templo fueron provocados no por el hecho de que éstos habían sido discípulos de Jesús, sino porque los apóstoles enseñaban al pueblo y anunciaban la resurrección de Jesús de entre los muertos. Las epístolas parten por completo de la suposición de que Jesús está vivo, de que él es nuestro Salvador y de que él reina como cabeza de la iglesia. Jesús merece que confiemos en él, que le alabemos y adoremos con todo nuestro corazón. Sabemos que un día él regresará con poder y gran gloria para reinar sobre la tierra. De modo que todo el Nuevo Testamento da testimonio de la resurrección de Cristo. La resurrección de Cristo no fue simplemente levantarse de entre los muertos, como otros se habían levantados antes que él, a través de los profetas y de él mismo, porque entonces Jesús hubiera estado sujeto nuevamente a nuestras debilidades, proceso de envejecimiento y al final de la muerte como sucede con todos los seres humanos. Cuando Jesús se levantó de entre los muertos se convirtió en “primicias” de una nueva clase de vida humana, su cuerpo era perfecto, y ya no estaba sujeto ni a las debilidades del ser humano ni al proceso de envejecimiento ni a la muerte, sino capacitado para vivir eternamente. “Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:20-23). Pablo detalla el resultado de la resurrección de Cristo. La resurrección de Jesús es la garantía de nuestra resurrección. Pablo acumula nuevos argumentos contra quienes niegan la resurrección del cuerpo. Concluye con una firme reprensión para aquellos que viven según su creencia errónea. Si no hay resurrección del cuerpo, Pablo entiende que tanto el bautismo de ellos como su propio ministerio son inútiles. Si no hay resurrección simplemente estamos perdiendo el tiempo. Pero si hay resurrección, un desliz en nuestra conducta ética equivale a una negación de la resurrección del cuerpo y de nuestra responsabilidad de rendir cuentas conforme a los que hayamos hechos, sea buenos o sea malos. El cuerpo glorificado que recibiremos será un cuerpo semejante al cuerpo de resurrección de Cristo. ¡Amén!



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