julio 25, 2011

Como enfrentarse a la vida

“¡Vamos ahora! los que decís: Hoy y mañana iremos a tal ciudad, y estaremos allá un año, y traficaremos, y ganaremos; cuando no sabéis lo que será mañana. Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais decir: Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello. Pero ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia semejante es mala; y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Santiago 4:13-17). No hay una verdad que se enseñe más en las Escrituras como la de la incertidumbre de la vida y la tragedia que resulta vivir sin una entrega completa a Dios; sin embargo, la evasión deliberada de un deber conocido es una rebelión directa contra la voluntad de Dios. Esta es el resultado de una entrega incompleta al cumplimiento pleno de los mandamientos de Dios. En la sociedad de hoy se notan ciertas tendencias dañinas. Encabezan la lista males como la desintegración del matrimonio y las relaciones familiares, una distorsión del sistema de valores y la devaluación del individuo. Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:13-16). El cristiano debe concentrar sus pensamientos y no seguir especulando sobre temas inútiles; debe aplicar su mente a entender las verdades de la salvación reveladas por el Espíritu de Cristo. La única manera de combatir tales tendencias es volver a los principios básicos: (1) una consagración a la Palabra de Dios, (2) la dedicación profunda a la oración y (3) la obediencia a los mandatos de Dios. Uno de los errores principales del ser humano, es la infidelidad a Dios. En lugar de someterse a Dios, el ser humano trata de satisfacer sus anhelos y deseos personales. El deseo primordial del hombre sin Dios es saciar su carne y su mente. Tal conducta produce consecuencias inevitables. El hombre pelea contra sí mismo y contra los demás. El mensaje de esperanza es que los humanos pueden ser hechos hijos de Dios por la fe en Jesucristo. La conversión genuina es una experiencia unificadora que atrae a la gente y la unifica en el amor y la comunión en Cristo. El hombre muestra su infidelidad a Dios con su búsqueda de placeres, su orgullo al creerse independiente de Dios, al criticar y hablar mal de otros, al despreciar el amor divino y negarle a Dios la adoración y devoción que le pertenece. Otra manera de ser infieles a Dios es hacer planes para el futuro sin tomar en cuenta su voluntad. “No te jactes del día de mañana; porque no sabes qué dará de sí el día” (Proverbios 27:1). Nadie sabe si mañana estará aquí o en la eternidad. Muchas veces esta influencia hace que el individuo se aparte de sus principios morales a fin de ganar más y más dinero. Llega el momento en que todo lo que la persona desea es hacerse más rica. Esto tiene un efecto corrosivo en las relaciones con otros. Gran parte de los sufrimientos de los cristianos primitivos fue causado por la cruel opresión de los ricos. Cuando Esteban se enfrentó al Sanedrín, dijo: “¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres?” (Hechos 7:52). Es posible que Santiago tuviera en mente también las palabras de Jesús a sus discípulos que se gozaran cuando estuvieran enfrentando persecución por su causa, “porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mateo 5:11,12). Santiago dijo que estos profetas fueron ejemplo de firmeza y constancia frente a la más violenta persecución y opresión hasta el sufrimiento físico y la muerte. Una actitud de paciencia, oración y alabanza puede guardar al cristiano de planes prematuros, protestas, quejas y reacciones profanas. Parte integral de la vida de la iglesia primitiva era la oración (Hechos 1:14; 2:42; 6:4; 12: 5) y la alabanza (Hechos 16:25; 1 Corintios 14: 15, 26; Efesios 5:19; Colosenses 3:16). ¡Amén!

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