julio 29, 2014

El Dominio del Ego


(Mateo 4:17)

El alma es el órgano que constituye la personalidad del hombre. Todo lo que incluye la personalidad, es decir, todos los elementos que constituyen al hombre como tal, son parte del alma. Su intelecto, su mente, sus ideales, su amor, sus reacciones, sus juicios, su voluntad, etc., todo ello es parte del alma. La voluntad es el órgano que reflexiona, forma juicios y decide. La mente es el órgano pensante; es nuestro intelecto. Nuestra inteligencia, conocimiento, y todo lo que incumbe a nuestra capacidad mental procede de la mente. Sin la mente, el hombre sería incoherente. La sensibilidad es el asiento de las pasiones y deseos, del amor, el odio y los demás sentimientos. Podemos amar, odiar, regocijarnos, enojarnos, entristecernos y alegrarnos debido a esta facultad.
Es este dominio [el dominio del ego] que debemos entregar al Señor Jesucristo. El llamado del Señor sigue siendo: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Mateo usó esta frase tomando en cuenta a los judíos, quienes por respeto y profunda reverencia no pronunciaban el nombre de Dios. Jesús empezó su ministerio con la misma frase que la gente había oído de Juan el Bautista: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. El mensaje es el mismo hoy. Ser seguidor de Cristo significa apartarse del egocentrismo o del dominio del "ego", y poner nuestra vida bajo la dirección de Cristo. Cristo no se quedará mucho tiempo donde no es bienvenido. Los que están sin Cristo están en tinieblas. Cuando viene el Evangelio, viene la luz; Dios revela y dirige nuestras vidas por el Evangelio. El arrepentimiento que Cristo pide es para que podamos recibir la buena noticia del Evangelio.
Cuando Cristo empezó a predicar empezó a reunir discípulos que debían ser oyentes, y luego predicadores, de su doctrina, que debían ser testigos de sus milagros, y luego testificar acerca de ellos. En la vida del Señor todo tiene su tiempo predeterminado y su lugar establecido por Dios. El Señor viene para reinar entre nosotros, lo que significa que a partir de nuestra conversión y de nuestra entrada al reino recibimos la salvación a través de Cristo. El reino de Dios viene y no puede ser detenido; su cercanía es amenazadora y agradable al mismo tiempo.
La eternidad ha entrado en el tiempo; Dios ha venido a la tierra a través de Jesucristo, y por lo tanto es de suprema importancia el escoger la dirección correcta y tomar una decisión apropiada. Nuestro Señor, algunas veces, habla del reino como si ya hubiese llegado, refiriéndose a su propia persona y ministerio; pero en los planes de Dios, el reino de los cielos sólo se había acercado, y no llegaría hasta que la sangre no fuese derramada en la cruz, y el Espíritu Santo descendiera en el día de Pentecostés.
El ministerio de Jesús consistió en enseñar, predicar, hacer discípulos, sanar a los enfermos y echar fuera demonios. “Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó”. (Mateo 4:24). Donde iba Cristo confirmaba su misión divina por medio de milagros, que fueron emblema del poder sanador de su doctrina y del poder del Espíritu que lo acompañaba. Él sanó toda enfermedad o dolencia; ninguna fue demasiado mala, ninguna demasiado terrible, para que Cristo no la sanara con una palabra. Este ministerio continuó a través de los apóstoles y de la Iglesia de Dios. “Y sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles” (Hechos 2:43). Se nombran tres enfermedades: la parálisis que es la suprema debilidad del cuerpo; la locura que es la enfermedad más grande de la mente; y la posesión demoníaca que es la desgracia y calamidad más terribles de todas; pero Cristo los sanó a todos y, al curar las enfermedades del cuerpo demostró que su misión al mundo era curar los males espirituales. El pecado es enfermedad, dolencia y tormento del alma: Cristo vino a quitar el pecado y, curar el alma.
Pablo lo dice: “Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:3-5). Hay cosas que Dios ha preparado para los que le aman, y le esperan, cosas que los sentidos no pueden descubrir, que ninguna enseñanza puede transmitir a nuestros oídos, ni pueden aún entrar a nuestros corazones. Debemos tomarlas como están en las Escrituras, como quiso Dios revelárnoslas. El hombre natural, el hombre sabio del mundo, no recibe las cosas del Espíritu de Dios. La soberbia del razonamiento carnal es completamente opuesta a la espiritualidad. Al hombre carnal le son extraños los principios, gozo y actos de la vida divina. Sólo el hombre espiritual es una persona capaz de discernir porque es a quien Dios da el conocimiento de su voluntad.
Cuando Pablo le escribe a los romanos dice: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16). La fe lo es todo, en el comienzo de nuestra experiencia cristiana y en la continuación de la vida en Cristo. Nadie puede obtener el favor de Dios o escapar de su ira por medio de sus propias obras. La pecaminosidad del hombre es entendida como iniquidad e injusticia. La causa de esa pecaminosidad es detener con injusticia la verdad. Los hechos son innegables; la razón humana está en tinieblas como para descubrir la verdad divina y la obligación moral del hombre o para gobernar bien su propia conducta. La esclavitud más grande que sufre el hombre; es la de ser entregado a sus propias lujurias. ¡Sin arrepentimiento es imposible salir de ese estado! “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”.
En el Antiguo y el Nuevo Testamentos se presenta en muchos pasajes la importancia de la venida de Cristo a establecer su reino. La segunda venida de Cristo, y establecimiento del reino mesiánico, es el corazón mismo de las Escrituras y es el tema más importante de la profecía del Antiguo Testamento. ¡Amén!

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