(Mateo 4:17)
El alma es el
órgano que constituye la personalidad del hombre. Todo lo que incluye la
personalidad, es decir, todos los elementos que constituyen al hombre como tal,
son parte del alma. Su intelecto, su mente, sus ideales, su amor, sus
reacciones, sus juicios, su voluntad, etc., todo ello es parte del alma. La
voluntad es el órgano que reflexiona, forma juicios y decide. La mente es el
órgano pensante; es nuestro intelecto. Nuestra inteligencia, conocimiento, y
todo lo que incumbe a nuestra capacidad mental procede de la mente. Sin la
mente, el hombre sería incoherente. La sensibilidad es el asiento de las
pasiones y deseos, del amor, el odio y los demás sentimientos. Podemos amar,
odiar, regocijarnos, enojarnos, entristecernos y alegrarnos debido a esta facultad.
Es este
dominio [el dominio del ego] que debemos entregar al Señor Jesucristo. El llamado
del Señor sigue siendo: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha
acercado”. Mateo usó esta frase tomando en cuenta a los judíos, quienes por
respeto y profunda reverencia no pronunciaban el nombre de Dios. Jesús empezó
su ministerio con la misma frase que la gente había oído de Juan el Bautista: “Arrepentíos,
porque el reino de los cielos se ha acercado”. El mensaje es el mismo hoy. Ser
seguidor de Cristo significa apartarse del egocentrismo o del dominio del
"ego", y poner nuestra vida bajo la dirección de Cristo. Cristo no se
quedará mucho tiempo donde no es bienvenido. Los que están sin Cristo están en tinieblas.
Cuando viene el Evangelio, viene la luz; Dios revela y dirige nuestras vidas
por el Evangelio. El arrepentimiento que Cristo pide es para que podamos
recibir la buena noticia del Evangelio.
Cuando Cristo
empezó a predicar empezó a reunir discípulos que debían ser oyentes, y luego
predicadores, de su doctrina, que debían ser testigos de sus milagros, y luego testificar
acerca de ellos. En la vida del Señor todo tiene su tiempo predeterminado y su
lugar establecido por Dios. El Señor viene para reinar entre nosotros, lo que
significa que a partir de nuestra conversión y de nuestra entrada al reino
recibimos la salvación a través de Cristo. El reino de Dios viene y no puede
ser detenido; su cercanía es amenazadora y agradable al mismo tiempo.
La eternidad
ha entrado en el tiempo; Dios ha venido a la tierra a través de Jesucristo, y
por lo tanto es de suprema importancia el escoger la dirección correcta y tomar
una decisión apropiada. Nuestro Señor, algunas veces, habla del reino como si
ya hubiese llegado, refiriéndose a su propia persona y ministerio; pero en los
planes de Dios, el reino de los cielos sólo se había acercado, y no llegaría
hasta que la sangre no fuese derramada en la cruz, y el Espíritu Santo
descendiera en el día de Pentecostés.
El ministerio
de Jesús consistió en enseñar, predicar, hacer discípulos, sanar a los enfermos
y echar fuera demonios. “Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron
todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y
tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó”. (Mateo
4:24). Donde iba Cristo confirmaba su misión divina por medio de milagros, que
fueron emblema del poder sanador de su doctrina y del poder del Espíritu que lo
acompañaba. Él sanó toda enfermedad o dolencia; ninguna fue demasiado mala,
ninguna demasiado terrible, para que Cristo no la sanara con una palabra. Este
ministerio continuó a través de los apóstoles y de la Iglesia de Dios. “Y
sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por
los apóstoles” (Hechos 2:43). Se nombran tres enfermedades: la parálisis que es
la suprema debilidad del cuerpo; la locura que es la enfermedad más grande de
la mente; y la posesión demoníaca que es la desgracia y calamidad más terribles
de todas; pero Cristo los sanó a todos y, al curar las enfermedades del cuerpo
demostró que su misión al mundo era curar los males espirituales. El pecado es
enfermedad, dolencia y tormento del alma: Cristo vino a quitar el pecado y, curar
el alma.
Pablo lo dice:
“Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi
palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría,
sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté
fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios
2:3-5). Hay cosas que Dios ha preparado para los que le aman, y le esperan, cosas
que los sentidos no pueden descubrir, que ninguna enseñanza puede transmitir a
nuestros oídos, ni pueden aún entrar a nuestros corazones. Debemos tomarlas
como están en las Escrituras, como quiso Dios revelárnoslas. El hombre natural,
el hombre sabio del mundo, no recibe las cosas del Espíritu de Dios. La
soberbia del razonamiento carnal es completamente opuesta a la espiritualidad. Al
hombre carnal le son extraños los principios, gozo y actos de la vida divina.
Sólo el hombre espiritual es una persona capaz de discernir porque es a quien
Dios da el conocimiento de su voluntad.
Cuando Pablo le
escribe a los romanos dice: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es
poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y
también al griego” (Romanos 1:16). La fe lo es todo, en el comienzo de nuestra
experiencia cristiana y en la continuación de la vida en Cristo. Nadie
puede obtener el favor de Dios o escapar de su ira por medio de sus propias obras.
La pecaminosidad del hombre es entendida como iniquidad e injusticia. La causa
de esa pecaminosidad es detener con injusticia la verdad. Los hechos son innegables;
la razón humana está en tinieblas como para descubrir la verdad divina y la
obligación moral del hombre o para gobernar bien su propia conducta. La
esclavitud más grande que sufre el hombre; es la de ser entregado a sus propias
lujurias. ¡Sin arrepentimiento es imposible salir de ese estado! “Arrepentíos,
porque el reino de los cielos se ha acercado”.
En el Antiguo
y el Nuevo Testamentos se presenta en muchos pasajes la importancia de la venida
de Cristo a establecer su reino. La segunda venida de Cristo, y establecimiento
del reino mesiánico, es el corazón mismo de las Escrituras y es el tema más
importante de la profecía del Antiguo Testamento. ¡Amén!
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