(Hebreos 11:1)
La fe debe ser el sólido fundamento de una
verdadera, fervorosa, y permanente consagración. Si no tenemos una fe personal
en Dios, seremos arrastrados por las opiniones y doctrinas humanas. Arrastrados
por las corrientes y las olas de nuestras circunstancias. Si no hay un lazo
consciente entre nuestras almas y Dios, nunca seremos capaces de mantenernos en
pie, y mucho menos de lograr algún progreso en el camino de la verdadera
consagración. Debemos creer que Él es y lo que Él es: Tenemos que tratar con
Dios en el secreto de nuestras propias almas, aparte de todo lo demás. Nuestra
conexión individual con Dios debe ser una gran realidad, un hecho vivo, una
verdadera e inequívoca experiencia, que esté en la misma raíz de nuestra
existencia, siendo el fundamento y punto de apoyo de nuestras almas en todo
tiempo y bajo cualquier circunstancia. Las meras opiniones de los hombres no son
de ningún valor; como tampoco lo son los dogmas ni los credos. No es suficiente
con decir, “Creo en Dios Padre Todopoderoso”. Las meras palabras no son de
ninguna utilidad. Nuestra fe debe estar arraigada en nuestro corazón, es decir,
es una cuestión del corazón, una relación entre el alma humana y Dios mismo.
Nada menos que esto puede sustentar nuestra vida en este tiempo, especialmente
en nuestros días. Todos nos encontramos
rodeados por lo vano y superficial.
Los
fundamentos de nuestra confianza son minados cuando hay una profesión de fe
irreal. El dedo de los infieles está continuamente señalando las inconsistencias
exhibidas en las vidas de muchos de nosotros. Sin embargo, los infieles también
recibirán las justas consecuencias de su incredulidad, considerando que cada
uno debe dar cuenta de sí mismo y por sí mismo ante el tribunal de Cristo; aún
así es un hecho que la falsa profesión de fe tiende a erosionar la confianza. Es
por esta razón que tenemos la urgente necesidad de una simple, sincera, y fe personal en el Dios vivo; una completa confianza en Su palabra, y una constante
dependencia en Su sabiduría, bondad, poder y fidelidad. Ésta es el ancla del
alma sin la cual es imposible navegar en medio de las aguas turbulentas de este
mundo. Si estamos anclados en nuestras circunstancias, si nos estamos apoyando en
brazos de carne, y en los pensamientos de un mortal, si nuestra fe está en la
sabiduría del hombre, aunque éste sea el mejor de los hombres, estoy seguros
que en el momento de las pruebas el edificio de nuestra vana religión caerá y
quedara manifiesto lo que somos realmente. Nada quedará excepto la fe que se
mantiene viendo al Invisible -que no mira a las cosas que se ven. Las cosas que
son temporales, sino que mira las cosas que son invisibles y eternas.
Todo esto es
ilustrado en la vida de Abraham, podemos fácilmente aprenderlo de la
maravillosa historia de su vida. Abraham creyó a Dios. Observe, que no fue algo
acerca de Dios lo que él creyó -alguna doctrina u opinión respecto a Dios, el
no recibió una tradición humana. No; esto nunca habría tenido valor para
Abraham ni para Dios. Era con Dios que él trataba, en lo más profundo de su ser
individual, él entraba en una vivida intimidad con Dios. “El Dios de gloria se
apareció a nuestro Padre Abraham cuando él estaba en Mesopotamia, antes que él
morarse en Harán, y le dijo: Sal de tu tierra y de tu parentela, y vete a la tierra
que yo te mostraré” (Hechos 7:2-3). Estas expresiones tan poderosas en palabras
de Esteban que fueron dirigidas al concilio y nos revelan el verdadero secreto
en la carrera de Abraham. No es nuestra intención detenernos en este solemne e
instructivo intervalo en Harán.
Es verdad, que
ese honrado siervo de Dios se retrasó en Harán, posteriormente tuvo que
descender a Egipto, expulsar a Agar, tembló ante Gerar, y negó a su esposa.
Todo esto se ve en la superficie de su historia, porque a pesar de todo él era
sólo un hombre -un hombre con pasiones semejantes las nuestras. Pero él creyó
en Dios y tuvo una inalterable confianza en el Dios vivo; él creyó en la
verdad, es decir, creyó que Dios es; y creyó también que Dios es galardonador
de todos los que le buscan. Es esto lo que hizo que Abraham saliese de Ur de
los Caldeos- de en medio de lazos y asociaciones en los cuales él había vivido.
Finalmente, fue esto lo que lo capacitó para ir al monte Moriah y mostrarse
allí preparado para poner sobre el altar a aquel que era no sólo el hijo de su
seno, sino también el canal a través del cual todas las familias de la tierra
habrían de ser bendecidas.
Nada sino la
fe podría haber capacitado a Abraham para renunciar a la tierra en la cual él
había nacido, y salir sin saber adónde iba. A los hombres de su día esto debe
haberles parecido una locura. ¡Oh! Pero él sabía en Quien había creído. Ésta
era la fuente de su poder, él no estaba siguiendo fábulas, no estaba siendo
sustentado por las circunstancias o las influencias que lo rodeaban, él no
estaba siendo apoyado por los pensamientos de los hombres. La carne y la sangre
no le presentaban ninguna ayuda ni alternativa en su sorprendente carrera. Dios
era su escudo, porción y recompensa, y al apoyarse sobre Él encontró el
verdadero secreto de su victoria. ¡Amén!
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