“Y de igual
manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como
conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos indecibles. Mas el que escudriña
los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la
voluntad de Dios intercede por los santos”.
El Espíritu, como iluminador, nos enseña por qué cosa orar; como
Espíritu santificador obra y estimula las gracias [dones] en nosotros para que
podamos orar; como Espíritu consolador, acalla nuestros temores y nos ayuda a
superar todas nuestras desilusiones. El Espíritu que escudriña los corazones
puede captar los pensamientos de la mente, las intenciones y actos volitivos
del espíritu humano y abogar por nuestra causa.
El presente
estado de debilidad surge por una gran mezcla de ideas y sentimientos que se
origina en nuestro ser interior, al reconocer que lo que apreciamos con los
sentidos es algo pasajero. Sin la
presencia del Espíritu en nosotros carecemos de visión espiritual y en ese estado
es imposible comunicarse con Dios, debido también a la inevitable imperfección que hay de
nuestro lenguaje para expresar los sentimientos de nuestro corazón. Mientras luchamos por expresar con palabras
los deseos de nuestro corazón, nos damos cuenta que las emociones más profundas
del corazón son inexpresables pero el Espíritu la expresa con “gemidos
indecibles”.
“Orad sin
cesar” (1 Tesalonicenses 5:17). Para poder “regocijarnos siempre” tenemos que
“orar sin cesar”. Podemos regocijarnos más si oramos más. Tendremos razones
para dar gracias, perdonar y prevenir; por las misericordias comunes que
recibimos y las excepcionales; por las misericordias pasadas y las presentes, y
también por la misericordia espiritual y temporal. Dios quiere estar en
relación con el hombre, estar cerca de él como un padre de sus hijos, sin que
esto signifique un debilitamiento de Su poder. No orar es no entender ni darse
cuenta de que cuando lo hacemos nos situamos ante la presencia de Dios, y ¿qué
puede ser más importante que estar en la presencia de Dios? No orar nos hace
incapaces de captar el hecho de que Dios nos ha salido al encuentro en la persona
de Jesucristo. Orar es una necesidad, es
una forma de respirar y obtener el oxígeno necesario para la vida. Nos
regocijamos no sólo por las cosas prósperas y agradables, sino también por las
providenciales, dolorosas y desagradables.
“Orando en
todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con
toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efesios 6:18). Nuestros
enemigos son fuertes y nosotros no tenemos fuerza, pero nuestro Redentor es
todopoderoso, y en el poder de su fuerza, podemos vencer. El Espíritu obró como
fuego, iluminando, avivando y purificando las vidas de los hombres fieles. Los
creyentes solemos impedir el crecimiento en la gracia al no darnos a los
afectos espirituales producidos en nuestros corazones por el Espíritu Santo. La
oración en el Espíritu, es una de las armas de ataque más poderosa con que
cuenta el creyente; la otra es la espada del Espíritu. Por medio de la oración
intercesora, nos fortalecemos para enfrentar a los poderes de este presente
siglo. Orar creyendo y obedeciendo a lo dicho por Dios en las Escrituras, nos
permite ser santificado y lleno del fuego de Dios. Una actitud correcta en este
sentido traerá una unción poderosa a tu vida. Orar nos permite reconocer lo que
Dios a hecho por nosotros en Jesucristo. Por medio de la oración podemos
discernir el propósito redentor de Dios en la historia, especialmente tal y
como se revela por medio del Mesías. El evangelio era un misterio hasta que fue
dado a conocer por la revelación divina; anunciarlo es obra de los ministros de
Cristo. Los ministros mejores y más eminentes necesitan las oraciones de los
creyentes. Debe orarse especialmente por ellos porque están expuestos a grandes
dificultades y peligros en sus labores.
La profundidad
y madurez de nuestra experiencia espiritual nos permite tener una actitud
mental y realizar un ejercicio provechoso por medio de la oración. La oración no es un acto arbitrario, cuando
oramos, no podemos aventurarnos ni seguir nuestra fantasía; Dios nos ha marcado
el camino que debemos seguir. Él mismo nos enseña como debemos orar, porque
tenemos una gran cantidad de cosas que pedir. “Mas tú, cuando ores, entra en tu
aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre
que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6). Es evidente que lo que aquí se condena no es
la oración en público, sino el carácter discreto de la verdadera oración. Si
oramos como lo hacen los paganos, lo que estamos haciendo es despreciando el
carácter sagrado de la oración. “Vosotros,
pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu
nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la
tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en
tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la
gloria, por todos los siglos”.
No debemos
despreciar la predicación aunque sea simple, y no nos diga más de lo que
sabíamos antes. Debemos escudriñar las Escrituras. Necesitamos conocer la gracia
de nuestro Señor Jesucristo para ser dichosos. Él es una fuente de gracia que
siempre fluye para suplir todas nuestras carencias. La esperanza
de salvación que tenemos, las expectativas bíblicas de nuestra victoria, estas expectativas
purifican nuestras almas e impiden que seamos contaminados por Satanás. La
gracia y las bendiciones vienen a los santos por medio de nuestro Señor Jesucristo.
La gracia, esto es, el favor de Dios, y todos los bienes espirituales y temporales,
que provienen de ella, los reciben todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo
con sinceridad. ¡Amén!
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