(Salmos
18:1-2)
“Te amo, oh Jehová, fortaleza mía. Jehová,
roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi
alto refugio”. Cuando uno está angustiado, no hay nada mejor que clamar a Dios.
Detrás de todas nuestras circunstancias está la obra sobrenatural de Dios. David
se refugió en la cueva de Adulam para escapar de Saúl y en las rocas en las que
solían refugiarse las cabras salvajes. Pero en una retrospección vio que había
sido el Señor su fortaleza, su roca y su refugio; había sido Dios detrás del
oscuro velo de las circunstancias quien había estado a su favor. Existía una
conexión entre su necesidad desesperante y el poder libertador del Señor, quien
convirtió su oscuridad en luz.
No debemos, dar por sentado que el
Señor nos bendecirá, sino caminar activamente por la senda de justicia y
procurar recibir el poder de Dios y Su bendición. El Dios cuyo camino es
perfecto es el que hace perfecto nuestro camino. El Señor siempre nos dará poder
en medio de las luchas. El poder ilimitado de Dios se manifiesta siempre a
favor de sus hijos. Nuestra fortaleza natural y biológica, es la fuerza bruta,
el vigor físico, y la salud corporal. Es la vitalidad y el ethos biofísico de
nuestro ser. El vigor moral no es el vigor físico. A veces uno depende de su
propia fuerza, del dinero, o de otras personas, pero no hay otro como Dios. Sólo
él nos da destreza y todo lo que hace falta, sólo él hace posible que podamos
mantenernos en las alturas, y sólo él nos enseña cómo actuar en medio de la
batalla.
Aristóteles, en el libro primero de su
Retórica, dice: que "los justos y los fuertes son los más queridos, porque
resultan ser los más útiles en la guerra y en la paz". Por esa razón se
entiende que hay una fortaleza mucho más profunda que la biológica, esta tiene
que ver con lo anímico [fortaleza del alma]; de ahí que ánimo y fortaleza resulten
ser sinónimos en la expresión coloquial que utilizamos cuando decimos: “fortaleza
de ánimo”. La fortaleza es, entonces: magnanimidad, confianza, seguridad,
magnificencia, constancia, tolerancia y firmeza. Tomás de Aquino, cita siete
virtudes anexas a la fortaleza, a saber: eupsiquía (hábito que nos capacita
para emprender lo que nos conviene y soportar lo que dicta la razón),
magnanimidad, virilidad, perseverancia, magnificencia y androgacia (bondad
viril, valentía).
La fortaleza nos da la capacidad para resistir
en medio del peligro y soportar el duro trabajo, así como para soportar los sufrimientos,
las congojas, y las penalidades. Vergonzoso es que tu alma desfallezca cuando
tu cuerpo no lo hace. Moisés dice: “Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha
sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo
enalteceré” (Éxodo 15:2). No se exaltaba Moisés ni el pueblo a sí mismo por la
victoria, sino que alababan al Señor, a Jehová Dios. Los alababan con júbilo, y
con las frases mi fortaleza, mi canción, y mi salvación. Lo hacían con
reverencia y gratitud y para ello empleaban tres verbos distintos para expresar
su gozo: cantaré, alabaré y ensalzaré. En la alabanza, Jehová era el objeto de la adoración y del honor; Moisés
y el pueblo querían honrarlo con su devoción. El cántico incluye los dos
aspectos: la liberación física y la salvación espiritual.
“De la boca de los niños y de los que
maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, Para hacer callar al enemigo y al vengativo”
(Salmos 8:2). Jesús
tomó el primer verso de este salmo para justificar que los niños se acercaran a
él como el Mesías (Mateo 21:16). La Septuaginta, o Biblia griega, de la cual se
toman las palabras de Jesús, considera el término “alabanza” como la mejor
traducción de la palabra hebrea vertida aquí como fortaleza. El Dios
trascendente con el poder absoluto en su mano, escoge usar la boca de los
pequeños y de los que todavía maman para derrotar por medio de la alabaza a sus
enemigos. “Mas tú, Jehová, no te alejes; fortaleza mía, apresúrate a socorrerme”
(Salmos 22:19). El valor emprendedor de la fortaleza sólo se demuestra en la
perseverancia y en la cotidiana permanencia. Algunos se lanzan rápidamente a
los peligros, pero cuando están en ellos se retiran. Hay quien lucha un día y
es bueno, pero quienes luchan durante toda la vida son los insustituibles.
La fortaleza, como virtud, consiste en
el sentido moral de la entereza o de la firmeza del ánimo, así como del
autodominio del alma. Mantenerse
firmemente en la verdad, y atreverse a manifestarla choca contra todo y contra
todos en un mundo pervertido y corrompido por el pecado. Mantenerse erguido en
ese contexto constituye una carga demasiado pesada, precisa de mucho valor, de
mucho ánimo. Por ello, la fortaleza se acrecienta en la perseverancia. La
magnanimidad cristiana se identifica con la humildad (consistente en estimar lo
que es verdaderamente grande y en menospreciar lo que es vil). Esa dimensión de
la virtud y de la fortaleza que resalta sobre todo cuando la comparamos con sus
contrarios: el desánimo, el no tener gusto por nada, el cansancio, el
abatimiento, la pusilanimidad, la debilidad, la timidez, la poquedad; quien se
encuentra desanimado, ni emprende nada, ni afronta nada, ni resiste nada. “…Bástate
mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena
gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder
de Cristo” (1 Corintios 12:9). ¡Amén!
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