“Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo
uno, Dios”. Si deseas conocer la bondad, debes pensar en Dios, él es el único
bueno, y además debe guardar sus mandamientos. La bondad de Dios y Su justicia nos revelan, es decir, nos
muestran en toda su crudeza la indignidad del hombre. Jesús está hablando en
este texto de una bondad perfecta. Él no se refiere a una bondad derivada o
relativa. Si como maestros y predicadores no dirigimos las miradas de nuestros
alumnos y oyentes a la bondad perfecta sino que hacemos que pongan sus ojos en
nosotros que tenemos una bondad derivada y relativa, no somos buenos maestros
ni predicadores. Es cierto que no podemos excluir nuestra personalidad pero como
buenos pedagogos tenemos la obligación de señalarle al discípulo cual es la
bondad perfecta.
La obediencia a los mandamientos divinos es la base para poder vivir una
vida decente. “Porque tú no eres un Dios que se complace en la maldad; El malo
no habitará junto a ti” (Salmos 5:4). La maldad afecta a Dios, y le deshonra. Puesto
que Dios es justo y santo, los que hablan mentira y no obedecen a Dios no tienen
acceso a él. Los amigo de Dios, se conmueven ante la maldad. Los salmos tienen
el propósito de despertar en nosotros una reacción contra la maldad. A menudo
los creyentes no reaccionamos frente tanta maldad e injusticia de la sociedad. Los
malos no tienen acceso al Dios santo; en cambio el salmista quiere adorarle y obedecerle;
pero no pretende tener acceso so porque es “bueno”, sino porque reconoce la
abundancia de su gracia. Los verdaderos cristianos confiesan su fe profunda en
la bondad de Dios y su aborrecimiento del mal. En nuestro conflicto con el mal,
siempre necesitamos la guía específica del Señor; su camino es siempre el
mejor.
La respetabilidad, consiste en no hacer nada malo; pero el Cristianismo
consiste en hacer algo por los demás. Ahí es precisamente donde este el joven
rico -como tantos de nosotros- fallamos. En nuestro conflicto con el mal se
necesita la dirección constante de Dios, porque el enemigo usa muchas maneras
de engañar. Son muchas las maquinaciones [ardides] del diablo. Dejemos de
considerar la bondad como algo que consiste en no hacer cosas. Tú debe sacrificarte
a ti mismo y lo que tiene en beneficio de los demás y entonces hallará la
verdadera felicidad en el tiempo y en la eternidad. Aquel hombre no pudo
hacerlo. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, quiere decir: no le niegues a
tu prójimo el amor que le debes y el amor que le debemos a nuestros prójimos no
debe ser un amor de palabras solamente sino de hecho.
Probablemente usted no ha robado nunca, ni ha defraudado a nadie -pero
tampoco no ha sido, de manera positiva, una persona sacrificada y generosa.
Puede que sea una persona respetable y no le quite nunca nada a nadie
pero eso no significa que ere un buen cristiano. Jesús estaba confrontando a
este hombre con una cuestión básica y esencial. Todos queremos la bondad, pero
hasta cierto punto. No estamos dispuestos a pagar el precio.
Jesús, al mirarle, le amó. Jesús no estaba enfadado con él. No era la mirada de
la ira, sino la del amor. Era una mirada que trataba de sacar al hombre de una
vida cómoda, respetable y segura, e introducirle a la aventura de ser un verdadero
cristiano. Es triste ver como escogemos deliberadamente no ser lo que
hubiéramos podido ser y lo que se nos ofrece. Que no tenga
Dios que mirarnos con el dolor que había en la mirada de Cristo. Ere una
persona amada no rehúse ser lo que Dios quiere que sea. Tú tienes todas las
posibilidades llegar a ser aquello para lo que ha sido creado.
“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los
cielos es perfecto” (Mateo 5:48). La ley no sólo nos hace conscientes de
nuestro estado pecaminoso, sino que también es una norma para nuestra vida. Las
Escrituras constantemente nos recuerdan cuales son nuestros deberes y nos
sirven de guía mientras para que andemos con gratitud por la senda de la
salvación. La ley no podrá convencernos de pecados, si no discernimos su
significado real, y su profundidad. La actitud nuestra hacia las Escrituras es
mucha veces superficial, es superficial porque su obediencia no nos produce
contentamiento sino tristeza. El descontento emerge en las palabras añadidas por
Mateo, “¿Qué más me falta?”. Este joven trata de convencerse a sí mismo de que
todo anda bien; no obstante, por dentro está patéticamente perturbado. ¿Ha
amado realmente a su prójimo como a sí mismo, no ha defraudado a su prójimo reteniendo
lo que propiamente le pertenece? ¿Por qué entonces esa falta de paz mental y que
fue lo le impulsó a ir corriendo a Jesús con una pregunta llena de ansiedad? Es
como si estuviera diciendo, “¿Qué otra buena obra debo hacer aún, además de las
muchas que he hecho desde mi niñez?”. ¡Tan lleno de entusiasmo que estuvo al
comienzo y tan triste y resentido al final! Así se aleja, triste y afligido, pensando
probablemente, “Esta exigencia no es justa. Ninguno de los otros rabís me
habría pedido tanto”. La demanda que Jesús le hizo a aquel hombre desorientado
era lo adecuado para su situación particular y para el estado de su alma. Jesús
no les pidió a todos los ricos que hiciesen exactamente igual. ¡Amén!
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