“Santificaos,
pues, y sed santos, porque yo Jehová soy vuestro Dios”. La santidad moral de Dios
se define como aquella perfección divina en virtud de la cual Dios quiere y
mantiene su excelencia moral, aborreciendo el pecado y exigiendo pureza en
todas sus criaturas morales. La santidad de Dios está revelada en la ley moral,
implantada en el corazón del hombre, declarada al hombre a través de la
conciencia y de la revelación especial [las Escrituras].
Usualmente la
santidad es definida en su aspecto negativo, con relación a una norma relativa,
no absoluta; cuando se define así, significa la separación de todo lo que es
común o inmundo. Con respecto a Dios, esto no sólo significa que El está
separado de todo lo que es sucio y malo, sino también que El es positivamente
puro, y distinto de todos los demás. La santidad es el atributo de Dios por el
cual El quiso que especialmente se le conociera en los tiempos del Antiguo
Testamento. “Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os
santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo; así que no contaminéis
vuestras personas con ningún animal que se arrastre sobre la tierra”
(Levítico 11:44). Es imposible servir a Dios sin santidad, las rebeliones nos
impiden realizar un servicio apropiado delante de Dios.
“Entonces
Josué dijo al pueblo: No podréis servir a Jehová, porque él es Dios santo, y
Dios celoso; no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados” (Josué 24:19). Para
adorar a Dios debemos ser santos o nuestra adoración será rechazada. “Exaltad a
Jehová nuestro Dios, y postraos ante su santo monte, porque Jehová nuestro Dios
es santo” (Salmo 99:9). Existe una diferencia entre hacer algo porque se nos exige,
y hacer algo porque en realidad queremos y nos complace hacerlo. Dios no está
interesado en las prácticas ni en observancias religiosas forzadas. Debemos
procuramos conocer a Dios y conocer sus Palabras, para que sus principios y
valores formen la base de todo lo que pensamos y hacemos. Las lecciones del
pasado, las instrucciones del presente y una visión correcta del futuro nos darán
muchas oportunidades para que podamos fortalecer nuestra fe en Dios.
A Dios no lo
podemos comparar con nada ni nadie porque él es el Dios único. “¿A qué, pues,
me haréis semejante o me compararéis? dice el Santo” (Isaías 40:25). Jesús reafirma la santidad de Dios y en su
intersección ruega al Padre para que también preserve del mundo a sus
discípulos. “Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a
ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean
uno, así como nosotros” (Juan 17:11). Pedro
llama a los creyentes a vivir en santidad. “Sino, como aquel que os llamó es
santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro
1:15). La santidad de Dios constituye la
norma para la vida y para la conducta del creyente. Esto debe de ponerle fin a
todas nuestras discusiones, muchas veces insensatas, sobre lo que está y lo que
no está permitido en la vida cristiana. Si
lo que hacemos es santo está perfectamente permitido, pero si lo que hacemos
está divorciado de la santidad divina, entonce, está prohibido.
La santidad
pertenece a los que han sido elegidos y apartados por Dios. La santidad pone de
manifiesto la vida de separación. Concebir el ser y el carácter de Dios
simplemente como una síntesis de perfecciones abstractas es privar a Dios de
toda realidad. Cada una de las perfecciones de Dios manifiesta y comunica su
santidad. Es nuestra relación con Dios lo que nos hace un pueblo santo, en este
sentido la santidad es una expresión de nuestra relación con Dios. Cantad a
Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria de su santidad. (Salmos
30:4).
La santidad se
perfecciona en medio de nuestras circunstancias; en el discurrir de la vida. No
es necesario salir del mundo para ser santo, sino obedecer y apartarse
(separarnos) para Dios. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares
celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo,
para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Efesios 1:3-4). Nuestra
adoración, como la adoración de los ángeles, debe incluir los elementos de
reverencia, humildad y disponibilidad para servir, o estaremos, en realidad,
rebajando a Dios, perdiendo de vista su grandeza y poniéndolo a nuestro nivel.
La irreverencia, la presunción y la parálisis espiritual frecuentemente
desfiguran nuestra adoración a Dios. ¡Amén!
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