diciembre 11, 2014

La naturaleza de la concupiscencia

(Romanos 7:15)

“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago”. Este texto describe la lucha que libra el creyente que no se ha identificado plenamente con Cristo. El hombre que intenta alcanzar y vivir en santidad a través de su propio esfuerzo, pronto descubrirá que esa es una batalla perdida, y no debe de sorprendernos, porque la naturaleza humana caída y arruinada por el pecado, no tiene el poder para conquistar el pecado y vivir en santidad. La vieja naturaleza en su estado de corrupción, no es capaz de vencer el poder del pecado. En su miseria, el creyente reconoce que es incapaz de liberarse por sí mismo de esta ofensiva y repugnante esclavitud y que necesita ayuda de una fuente externa. “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado”. Con su mente renovada, es decir, con su nueva naturaleza, el creyente sirve a la ley de Dios, mas en la carne o vieja naturaleza sirve a la ley del pecado. Es el Espíritu Santo quien nos libertad del pecado y de la muerte cuando aplica los beneficios de la obra redentora de Cristo; él nos da la fuerza para servir a Dios; el Espíritu nos da la victoria sobre el pecado y sobre el temor a la muerte; nos guía en el servicio de adoración que realizamos para Dios. El es quien da testimonio a nuestro espíritu de nuestra filiación como hijo de Dios; y quien nos ayuda en la oración e intersección.
La concupiscencia es la tendencia propia y característica de nuestra sensualidad. Es nuestra concupiscencia la que provoca en nosotros una sed insaciable de placer. El horror al sufrimiento no es más que una consecuencia lógica y el aspecto negativo de esta sed.  Huimos del dolor porque amamos más el placer de este mundo que los padecimientos de Cristo. Esta tendencia al placer es lo que se conoce con el nombre de concupiscencia. Este deseo de placer reside propiamente en los apetitos sensitivos; pero participa también de ella el alma, por su íntima unión con el cuerpo. A raíz de la caída del hombre, se rompió el equilibrio entre nuestras facultades. Ante de la caída de Adán y Eva, el placer y nuestros apetitos inferiores estaban sujetos plenamente a la razón; debido a la caída y  ruptura de nuestro equilibrio, la concupiscencia y apetitos carnales se oponen a las exigencias de la razón y nos empujan hacia el pecado. “Porque no hago el bien que quiero [lo que quiere el espíritu y la razón], sino el mal que no quiero [lo que quiere la concupiscencia y el placer], eso hago”. Es un combate entre la carne y el espíritu, una  lucha encarnizada e incesante por eso debemos someter nuestros instintos corporales al control y gobierno del espíritu y de la razón iluminada por el Espíritu Santo.
En su sentido etimológico, la concupiscencia es el deseo que produce satisfacción, "El deseo desmedido" no en el sentido del bien moral, sino el deseo que produce una satisfacción carnal. El apetito sensual, concupiscente, es la gratificación de los sentidos. El vocablo “concupiscencia” tiene dos acepciones que son, por un lado la tendencia a pecar y por el otro los "impulsos" que están ligados a la naturaleza caída. Son estos impulsos que deben ser regidos por el espíritu, la prudencia y la razón humana, iluminada por Espíritu Santo.
La dificultad que tenemos los creyentes está en señalar cuál es el límite que separa el placer honesto y ordenado por Dios, del placer desordenado y prohibido. Hay muchos para quienes los placeres lícitos sirven con frecuencia de aliciente e incentivo para hacer cosas desordenadas e ilícitas. El placer de la comida les cautiva; en lugar de comer para vivir viven para comer. Los placeres de la mesa le preparan el camino a los placeres de la carne; la glotonería es la antesala de la lujuria. La sensualidad encuentra el terreno abonado por la ociosidad. “Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que David envió a Joab, y con él a sus siervos y a todo Israel, y destruyeron a los amonitas, y sitiaron a Rabá; pero David se quedó en Jerusalén. Y sucedió un día, al caer la tarde, que se levantó David de su lecho y se paseaba sobre el terrado de la casa real; y vio desde el terrado a una mujer que se estaba bañando, la cual era muy hermosa. Envió David a preguntar por aquella mujer, y le dijeron: Aquella es Betsabé hija de Eliam, mujer de Urías heteo. Y envió David mensajeros, y la tomó; y vino a él, y él durmió con ella. Luego ella se purificó de su inmundicia, y se volvió a su casa” 2 Samuel 11:1-4). David mandó por la mujer de Urías y cometió adulterio con ella. Luego trató de esconder su pecado. David instruyó a Urías a regresar a su casa, esperando que tuviera relaciones con Betsabé. Entonces, al nacer el niño, Urías pensaría que era suyo. Sin embargo, Urías estropeó los planes de David. En vez de regresar a su casa, Urías durmió a la puerta de la casa del rey; sintió que no era apropiado que él gozara de la comodidad de su casa mientras su nación estaba en guerra. La ociosidad es sinónimo de la vagancia, pereza, inactividad, holgazanería, y desidia. La voluntad más enérgica está expuesta a sucumbir con facilidad sometida imprudentemente a la dura prueba de una ocasión sugestiva. Lo mejor es huir de la tentación como lo hizo José cuando la mujer de su amo trato de seducirlo. ¡Apártate de todos los que traten de seducir a pecar contra Dios!

 Nuestra santidad depende de nuestra unión con Cristo. Si nos separamos de él no lograremos alcanzar nuestro objetivo. “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer (Juan 4:4-5). ¡Amén!

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