agosto 22, 2011

La Santidad del creyente

Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos. (Levíticos 20:26). La santidad pertenece a los que han sido elegidos y apartados por Dios. La santidad pone de manifiesto la vida de separación. Concebir el ser y el carácter de Dios simplemente como una síntesis de perfecciones abstractas es privar a Dios de toda realidad. Cada una de las perfecciones de Dios manifiesta y comunica su santidad.  Es nuestra relación con Dios lo que nos hace un pueblo santo, en este sentido la santidad es una expresión de nuestra relación con Dios. Cantad a Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria de su santidad. (Salmos 30:4). La santidad se perfecciona en medio de nuestras circunstancias; en el discurrir de la vida. No es necesario salir del mundo para ser santo, sino obedecer y apartarse (separarnos)  para Dios. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Efesios 1:3-4). El propósito de nuestra elección (predestinación) es para que fuésemos santos e irreprensibles delante del Señor. Dios nos escogió para que fuéramos diferentes de las demás personas. En la Iglesia primitiva, los cristianos no tenían la menor duda de que tenían que ser diferentes de la gente del mundo. Pero la tendencia de las iglesias modernas es difuminar su diferencia con el mundo. A los cristianos se les debería poder distinguir. Debería ser posible identificarlos en las escuelas, tiendas, fábricas, hospitales, o en cualquier sitio. La diferencia consiste en que el cristiano se comporta, no de acuerdo con las normas humanas, sino como le exige la ley de Cristo. “Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; asidos de la palabra de vida, para que en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni en vano he trabajado” (Filipenses 2:14-16). Para ser luz, debemos retener la palabra de vida. Una vida transformada es un testimonio efectivo del poder de la Palabra de Dios. La fidelidad al evangelio demanda el esfuerzo de aferrarse a él y mantenerlo en su pureza e integridad, lo cual implica una conciencia teológica y docente. “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmos 93:5). Para que la gloria de Dios se manifieste en el templo, tanto, el templo como el pueblo, deben estar separados para Dios. “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Este texto no se refiere a una “santidad instantánea” o a una “perfección absoluta y sin pecado”, sino a la madurez y a nuestro crecimiento en Cristo.” Para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Tesalonicenses 3:13). El apóstol se refiere aquí al proceso, la cualidad y la condición de una actitud santa y a la santidad en la conducta personal. Cada aspecto de nuestro carácter y personalidad debe estar bajo la supervisión de Dios. “Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad” (Hebreos 12:10). Dios, en su infinito amor y sabiduría nos disciplina para bien, a fin de que participemos de su santidad a lo largo de toda nuestra vida. La santidad de Dios es su vida y personalidad distintivas. “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” ¡Amén!
.

No hay comentarios:

Publicar un comentario